Dos formas de una parábola

En cierta historia de las Jātaka Tales, Sakyamuni se sacrifica sólo porque un demonio pueda escuchar sus enseñanzas y alcanzar la iluminación. En el mito cristiano, el caos asciende hacia Cristo procurando oscurecerlo: «if thou be the Son of God, command that these stones be made bread» (Matthew, 4:3). Son dos formas opuestas de una parábola: el buda que procura iluminar a un demonio inferior, el demonio que procura contaminar al iluminado. Que la versión menos feliz de la parábola sea cristiana no nos sorprende. Para el cristianismo, el bien y el mal son principios activos o sustancias —la doctrina del summum bonum es artificial y tardía. (Por ejemplo, en el Pistis Sophia, esa curiosa maravilla gnóstica, María cuenta que un espíritu idéntico a Jesús asciende de las regiones del caos y se funde con él en un beso. Años después recuerda este suceso a su hijo, diciendo: «he embraced thee and kissed thee, and thou also didst kiss him, and you became one».) El budismo, por el contrario, a la manera de Kipling, trata al bien y al mal como dos formas evanescentes en un mundo evanescente. Los demonios del budismo son terribles, pero acaso de un modo infantil o travieso; los iluminados son nobles y justos, pero accidental o torpemente —como si no se dieran cuenta.

La idea de un ser divino que ofrece su vida por aleccionar a un demonio es digna de una poesía. Presume además la doctrina platónica de que el vicio es fruto de la ignorancia, de que la bondad es una forma de la ilustración. Por otra parte, la imagen del buda entregando su vida no es inusual: en otra historia del mismo canon, por ejemplo, ofrece su carne a unos tigres hambrientos. No sólo en el budismo prepondera la noción de que todo ha de repetirse, de que la vida humana y la vida cósmica son recurrentes y leves como un aleteo, sino que no se combate contra el mal —que es solo una curiosa forma de analfabetismo—, sino contra la transitoriedad, la evanescencia. La entrega de la carne a la muerte, la desintegración en aras de un fin espiritual, es un acto de rebelión digno de un ser divino. A esto se opone la imagen de Cristo, que ante el advenimiento de su muerte preguntó: My God, my God, why hast thou forsaken me? (Psalm, 27:46); es decir, la imagen de un dios que ante las puertas de la muerte llega a la curiosa duda de sí mismo.

La doctrina budista es más sabia; la cristiana me parece más cercana a la experiencia de los hombres. No pueden realmente nombrarse expositores de la primera: el canon es innúmero como el polvo en el rayo de luz o las arenas. Acaso la mejor exposición de la segunda, si olvidamos a Valentín, sea el extraño Aion de Jung.