Primer soneto

Jamás en el crepúsculo he de verte,
ni en el sudario de una noche triste
fundiéndote con todo lo que existe,
sembrando luz en la materia inerte.     (!?)
Y sin embargo estás aquí, cercana.
Te escucho crepitar entre las rosas
que el aire hace temblar en la mañana,
volviéndolas más frágiles y hermosas.
Te he percibido con sigilo eterno
gestada entre las cáscaras sombrías,
la savia congelada y las umbrías
del mundo desolado del invierno.
En todo te sospecho, vaga sombra.
En nada tu memoria no me asombra.

La rosa

La rosa, que aquí ve tu ojo exterior,
florece así en Dios desde la eternidad.

— Angelus Silesius

La inmarcesible rosa de tu huerta,
que el curso de las albas ha erigido,
con pétalos de lágrimas y olvido
ha despertado esta mañana, muerta.
Todas las rosas —la que sigue abierta
y la que para siempre se ha perdido—
son una rosa indivisible y cierta,
como uno es lo soñado y lo vivido.
Y es hora de escoger: ¿vale la pena
derramar esas lágrimas hermosas?
¿No son acaso eternas estas cosas,
como el tiempo medido por la arena?
Durante el alba plácida y desierta,
todas las rosas son la de tu huerta.

Tercer soneto

La tarde, desde todos los orientes, se derrama    (!?)
sobre la anciana orilla de un agua que delira
con ser la viva sangre de un Cristo que nos llama
con algo de tristeza y con algo de mentira…!

La espuma enrojecida, nocturna, te proclama.
(Quería yo, vida, verte tal como Dios te mira:
llena de luz y sombra, como una diurna trama
tejida con los hilos de una luna que expira…!)    (!)

Recuerdo la asombrosa navaja de tu aliento,
que destejió las hebras de mi carne florida
cuando sentí en tu boca la muerte de una estrella.

El río, oh dulce lágrima de Cristo, con el viento
se lleva esas memorias, y en ellas nuestra vida.
En la nocturna arena no hay una sola huella.    (?!)