S y yo estamos en un corredor oscuro, dentro de alguna especie de edificio antiguo, armados con cuchillos o espadas. El lugar está repleto de enemigos; hay uno en particular a quien debemos asesinar. Un combate sangriento se desata; asesino a varias personas; salgo ileso.

Ahora me encuentro sentado en el piso, con la espalda y la cabeza en la pared, en una prisión muy oscura. No es techada y el cielo nocturna castiga el anhelo de libertad de todos. Hay muchas y muy hermosas estrellas. En un patio de la prisión, un grupo de presos, con hombres y mujeres, dirigido por un conductor o líder, parece prepararse para una suerte de espectáculo o demostración. A la orden del conductor, y bajo su coordinación constante, empiezan a cantar y bailar desenfrenadamente.

El patio, y por lo tanto los bailarines, están a mi derecha. Los contemplo con la cabeza inclinada y con alguna inexplicable tristeza. Giro mi cabeza a la izquierda; a unos metros veo una pared, y recostada en la pared una figura. Está muy oscuro y sólo su silueta es discernible. Está parada, con uno de los pies apoyado en la pared, y una mano en la mejilla o la pera. Tiene el pelo largo y ligeramente rizado. Una mujer. No sé cómo pero entonces sé que es Paulina. Una desesperación horrenda se apodera de mí. Me acerco gateando o arrastrándome a ella, sin levantarme en ningún momento; arrodillado frente a ella mi cabeza da a sus muslos. Abrazo sus piernas desconsoladamente y me echo a llorar. Un atisbo de conscienca me revela que mis lágrimas han superado la barrera del sueño y que estoy llorando realmente. Grito un largo y aullado "No!"; un grito que no termina nunca, que lo desgarra todo, que es la agonía de su muerte. Tras unos segundos de abrazar sus piernas desesperadamente, levanto la cabeza para ver su rostro. Ella me mira desde arriba. Ella... Era el rostro de Paulina, que hace tres años no puedo ver; que hace tres años nadie volvió a mirar. Es hermosa. Me sonríe cálida y amorosamente, con indecible alegría, mientras sus ojos se empapan de lágrimas. Siento que me ama. Con amorosas manos, toma mi rostro, lo acaricia; llora más, sonríe más, y me mira más penetrante y tiernamente cada vez.

No puedo describir el dolor que sentí desde el momento en que la vi hasta que el sueño terminó. Desperté empapado de lágrimas. Durante todo el transcurso del sueño quise gritar, quise arrancarme la vida gritando; el sueño me lo impidió y constantemente sentí el impetuoso grito ahogado en mi pecho. Era una angustia tan grande que era física. Ahora, ya despierto, agradezco haberla visto. Agradezco su rostro y sus manos. Muchas noches duermo pensando: "Quisiera volverla a ver...!". El sueño al fin condescendió a este deseo.