Según enseñan los Vedas, la luna no es otra cosa que un presagio de los ojos que miran al cielo nocturno. Los hechos que deseo ofrecer, como todos los hechos, son una efigie de algo que nunca he de discernir, de algo que solo puedo intuir porque ha sido prefigurado por mí. He descubierto que un símbolo, o una colección de símbolos lo suficientemente extensa, pueden constituir todo el dominio de una vida: su universo, su nutrición, sus materias sutil y tangible; que un alfabeto y un alma pueden garantizarse mutuamente la existencia.

Hace tres años, en Buenos Aires, un hombre fue apresado por parricidio. Dijo haber encontrado a su padre muerto en el escritorio donde traducía un volumen. El título del volumen era A life’s dominion, un poema épico que el padre había recibido de un escritor que conoció en un viaje a Escocia. El nombre del escritor era Sven Nyhus. En el costado del padre había una puñalada; el puñal nunca apareció. Los zapatos del padre estaban llenos de arena, su piel mostraba signos de una inclemente insolación, pero nadie lo había visto salir de su casa desde hace días. Estaba tan flaco que, de no ser por la herida abierta y la ya oscura sangre, pareciera haberse entregado a esa traducción hasta morir de hambre. No había signos de lucha, ni siquiera de percatación: el hombre yacía muerto con la pluma en la mano y la mano sobre una hoja.

Poco después visité al condenado en la cárcel. Lo conocía; nunca creí que hubiera asesinado a su padre. Juró que un círculo maligno había cercado a su padre por medio del libro; me suplicó que averiguara de Nyhus. Llamé a la Scottish Association of Writers: nadie bajo el nombre de Sven Nyhus estaba registrado. Consulté en el catálogo de la National Library of Scotland: el libro A life's dominion no existía. Imaginé que el padre era el verdadero autor del libro, que ese otro autor imaginario era una forma de pudor o anonimato. El hijo desestimó esta explicación; su padre no era un escritor, nunca podría haberlo sido. Caviloso, en voz muy baja, me dijo que había una llave bajo la quinta maceta de la entrada; me pidió que le llevara el libro.

Por un milagro pude escapar de Nyhus; por un milagro pude escapar de aquel desierto. Mi entrada a ese otro universo fue lenta, como un sueño, y comenzó cuando mis ojos leyeron la primera página. Caminé por lo que parecieron años en la arena insidiosa. En el corazón de aquel desierto vi un cadáver; sobre el cadáver un hombre que se alimentaba de él. Quise pensar que soñaba; el hombre se volteó a mirarme; tenía los ojos azules y una barba canosa. Corrió hacia mí como una fiera que ya presiente en el estómago el sustento de su presa; tenía un puñal en la mano. No pude escapar, pero atiné a sostener su mano; me cortó los brazos y la cara. No sé qué fortuna hizo que el puñal cayera a mi lado; logré tomarlo y le quité la vida.

Cuando regresé, el libro había desaparecido; mi cara y mis brazos sangraban, y habían pasado muchos días. Nunca volví a ver al hijo; ya no había un libro que llevarle ni una verdad que descubrir. Aunque trate de olvidarlo, de vez en cuando pienso en él.