Esta nota no es una confesión. Si el papel que me fue dado jugar en los hechos que describo es el de víctima o victimario, no me corresponde a mí decirlo. De haber culpa en mis manos, sé que no recibiré castigo, o que esa propia culpa —y la trama circular que se urde a su alrededor— es ya mi castigo. Tengo razones para pensar que el tiempo que me queda es suficiente para entrar en cierto grado de detalle. Sé que el lector sabrá perdonar algún que otro descuido, al menos en cuanto descubra las condiciones en que escribo.
Supongo que es justo decir que el inicio de los acontecimientos es un cadáver de mujer y un puñal en su pecho. El crimen, que se creyó sentimental, fue lacónico y elegante; el apartamento en su conjunto estaba en perfecto estado; sólo alteraban el orden regular un amplio charco de sangre, una muerta y una nota cuyo contenido las fuerzas policiales no han hecho público. Una vecina oyó un grito de mujer media hora antes de que doblaran las campanas; entre las campanadas y el grito, la noche era interrumpida por la percusión de una máquina de escribir. La misma vecina que oyó el grito creyó ver un hombre salir del apartamento del crimen al son de las campanadas.
El pueblo, a dos horas de la precaria capital, me pareció triste. Un grupo de casas a duras penas escala la suave pendiente de la estepa; un prócer indistinguible —el tiempo ha borrado la placa— custodia la plaza desierta; los muertos viven en el camposanto, los vivos mueren en su cama de noche. La inmigración eslava de hace unos siglos, mezclada con la sangre indígena, dio a luz a una hermosura que acaso sugiere, contra el árido suelo estepario, un campo de flores. Esa belleza no es ajena a mi suerte ni a los eventos que pretendo describir.
No tuve contacto con las fuerzas policiales. De haberlo tenido, acaso hubiera advertido que un orden secreto confabuló con el asesinato. Por lo general, sólo consulto con la policía una vez que ya he indagado por mí mismo los hechos y el relato de los implicados. El reporte policial es una torpe suma de estos hechos y relatos, y no veo por qué recurrir a su síntesis —que es por lo general inepta— si puedo obtenerlos de manera directa. En lo que respecta a la nota encontrada en la escena del crimen, escrita por el asesino, no esperaba que la compartieran. Mi primer destino, entonces, no fue la comisaría, sino la vecina de la víctima.
Al pie del edificio tuve la pesada sensación de lo ordinario y lo viejo. Su verde grisáceo y desazonado, sólo afectado por una suerte de nubes blancas en aquellos espacios donde el sol desolló la pintura, castigó mis sentidos. La puerta de entrada estaba sin trancar. Al final del ingreso, el portero dormía con un cigarrillo prendido en la mano. Tomé el ascensor al cuarto piso y toqué la puerta del apartamento contiguo al de la escena del crimen. Pensé que la muerte caminaba, o había caminado anoche, el sórdido pasillo cuya sucia soledad solo yo interrumpía ahora. Cuando quise detenerme a pensar por qué todo estaba tan quieto, se abrió la puerta.
La vecina era una anciana casi incapaz de moverse. Caminaba con tortuosa lentitud y era prácticamente ciega. En sus manos, venas prominentes evocaban la densa cabellera de un diablo. Creí descubrir cierta belleza en ellas, o cierta espantosa forma de la belleza. Debo decir que, en ese momento, me pareció jamás haber visto a una persona en peor estado psicológico. La noche anterior se había desvanecido: ni un grito de mujer, ni un doblar de campanas ni una muerte entretenían su memoria. Imaginé que debió haber sido cercana a la víctima; ahora creo saber que no se trataba de olvido, sino de algo más siniestro. Vanamente pretendí que elucide pormenores del caso; vanamente incurrí en condescendencias, vanamente interrumpí sus digresiones. No había una sola remembranza. En sus ojos vibraba una pálida tristeza. Creí que mi insistencia la hizo consciente de que había perdido la memoria. Noté que su labio inferior se crispaba, que abotonaba la manga de su camisa, que el oscuro azul de cierto caudal de su mano se sonrosaba primero, llegaba a un lívido rojo después. Estaba, en efecto, llorando. Cuando el viento cerró de golpe las ventanas, el susto detuvo su llanto y le concedió un extraño aire estatuario. Me pareció una injuria que viviera sola, pero este noble sentimiento se disipó en un charco de irritación y fatiga. Quiso estar sola y yo quise irme.
Al salir, me dirigí de inmediato al apartamento del crimen. Quería inspeccionar, transgredir o entrar a la escena del crimen, descuidado acaso de contaminarla. Noté que ningún precinto clausuraba la puerta. No tenía picaporte por fuera, de modo que era imposible abrirla sin llave. Tuve la curiosa sensación de que del otro lado me aguardaba un mundo de silencio, de que —como fuera el fuego o el agua para los griegos antiguos— el principio del universo cuyo límite era aquella puerta era el silencio. Miré por la cerradura y, como si el acto de ver me hubiera dado la gracia de oír, escuché unos pasos enérgicos. Alguien caminaba histriónica, acaso torpemente. Miré mi reloj: eran las diez de la mañana. Volví a mirar por la cerradura y vi una sombra desdibujar la clara luz de la mañana. Toqué la puerta con nerviosa firmeza.
No sé cuánto duró esa típica pausa que presagia que una puerta, en efecto, ha de abrirse. Una joven salió apresurada del apartamento y, haciéndome a un lado, se metió en el ascensor. Creo que tardé unos segundos en resolverme a buscarla, pero ya había cerrado la puerta y el pozo del ascensor se la tragaba en un espantoso rugido. Apenas pude ver su rostro por la sucia ventana de la puerta de madera, su rostro que descendía y desaparecía como un sueño. Recuerdo pensar que era hermosa mientras bajaba corriendo las escaleras.
En verdad, no sé en qué momento me percaté de que no podía acudir a la policía. No tenía forma de probar que vi una mujer en el departamento. La escena del crimen, con toda seguridad, había sido alterada, y entre el hombre que acaba de confesar su fisgoneo y ese fantasma de mujer supe muy bien sobre quién caería la torpe mano de la justicia. No supe qué hacer. Vagué por unos minutos; en algún momento me detuve en un tugurio sucio y pueblerino, acaso para no confesarme que estaba asustado, desorientado, que la presencia de un extraño en el sitio del asesinato indicaba que el crimen seguía cometiéndose, seguía devanándose. Fue entonces que perdí la noción del tiempo, que un ebrio delirio sustituyó mi consciencia y que dormí en un sueño de frustración y desdicha. Creí recordar que yo no había entrado a ese lugar, sino que me habían hecho entrar. Creí recordar una mano guiándome, una voz llamándome, hacia dentro. Soñé otra infausta taberna, similar a aquella en que dormía, donde los tristes son invitados a beber la copa del diablo, donde el delirio se sirve barato a los inocentes y una mano cabría urde, con magias secretas, un negro destino a los comensales. En un efímero momento de consciencia me pregunté cuánto había bebido. No sé cuánto después desperté, miré el cuchitril y los ebrios y agradecí no estar en el infierno. Eran las ocho de la noche.
Salí, trastabillante aún, al gélido aire de la tarde. Miré la luna y era naranja o carmesí, como una gota de sangre. No sé a cuántos pasos tropecé con un hombre y dos muchachas; una iba con él de la mano, la otra unos pasos atrás. La solitaria se acercó a mí con una sonrisa apenada, disculpándose por el atropello. No comprendí a qué se refería. Dijo que estaba muy apurada, que además yo me veía un tanto sospechoso, que le dio miedo y no supo qué hacer. Su belleza, no sus palabras, me dieron a entender que era la mujer del apartamento. Entendí que la vecina, en algún momento, le habría comentado que yo era periodista, porque me tomó del brazo y me dijo:
—Esta noche vas a ser mi compañía; de paso podrás preguntarme algunas cosas.
La voluntad —mi voluntad, al menos— es débil, y el alcohol no la fortalece. No sé cuánto caminamos. La otra pareja, que iba unos pasos más adelante, hablaba de literatura. Un grillo, o una multitud de grillos, nos acompañó todo el camino. Su nombre era Ariadna. Me habló de un cuento infantil ruso que su abuela solía decirle: la luna era una pata de grillo, y por eso un canto de grillo se escucha en cualquier región de la noche. Le pregunté qué hacía en la escena del crimen. La pareja de enfrente se dio vuelta, de pronto; ella se echó a reír inocentemente.
—¿Qué crimen?
Llegamos al pie de su edificio, del mismo edificio verde grisáceo que donde la conocí aquella mañana. La otra pareja se despidió de nosotros y siguió conversando su camino. Ariadna me invitó a pasar. Subimos el ascensor, el ascensor que unas horas atrás la había apartado de mí.
Me sentó en el sofá delicada, acaso condescendientemente. El sueño se apoderó de mí, o un terrible simulacro del sueño. Me sentí hundido en la pesadez de la noche. Me vi beber de una copa un líquido invisible y pedir otro trago a un cantinero sombrío. Llevé la copa a mis labios y vi que mi mano era negra, cabría; puse la copa en la mesa y noté que no era una copa, que era una flor y una luna naranja y un iracundo puñal. Sentí una sombra tras de mí —si no era una sombra sé que fue un escalofrío—.
Me despertó un doblar de campanas, acaso una muerte que se anunciaba en algún lugar del pueblo. Mi mano temblaba con oprimida furia. Ariadna yacía con un puñal en el pecho. Sé bien que no la maté, que he sido más bien el instrumento de su muerte, como ella ha sido también el instrumento de mi destino. Suenan de nuevo las campanas y sé, como un actor que detrás del escenario oye la línea que marca su entrada, su ensayada y patética entrada, que debo irme. Es con pena que me he servido de su máquina de escribir. Me espera un último encuentro: la anciana marchita saldrá y verá otra vez, por vez primera, al asesino.