En uno de nuestros viajes, en Rajastán, mi padre y yo visitamos un humilde pueblo del desierto. En pocos días conocimos a todos los habitantes de alguna relevancia. Conocimos, entre ellos, al tonto del pueblo.

El tonto del pueblo no hablaba. Era fuerte; una atroz cicatriz relampagueaba en su rostro. Visité una tarde su fresca casa de arenisca. Tenía un herbolario. En el patio había una tumba; en la tumba una inscripción en un alfabeto desconocido. La transcribí en mi cuaderno.

Algunos días después mi padre fue a visitarlo. El hombre había despertado en él una extraña curiosidad, que no llegué a comprender. Mi padre imaginó o discernió en él un enigma. Pasó muchas horas en su casa; cuando volvió, ya no era el mismo. Había perdido el habla; parecía que hubiera visto un infinito; no recordaba quiénes éramos. Mi padre desapareció por la noche y nunca más se supo de él. Dejó su cuaderno de viaje; en la última página se leen una y otra vez las palabras:

Quien tenía noticia de lo anterior al Diluvio
emprendió largos viajes, con esfuerzo y fatiga,
y sus afanes han sido grabados en una piedra…

Incoherentes digresiones dicen que “vivió todo este tiempo”, que “no fue literatura la epopeya”, que "el mito está falseado" porque "sí halló el antídoto de la muerte". Difícilmente conseguí quien tradujera la inscripción funeraria; en sumerio antiguo, dice: “Aquí yace Enkidu, vencedor de Humbaba”. El nombre del tonto del pueblo es antiguo como el sol o como la facultad del sueño. El nombre del tonto del pueblo es Gilgamesh.