Como una pleura fina y extensible, un rostro sustituto se pliega sobre el mío, extiende sus tentáculos contra una piel que ya ha palidecido. La curva de mi nariz y de mis pómulos, el lunar que me hace ver estúpido o hermoso, el arco ruinoso de mis labios: todo es estudiado con oscura pericia por la máscara idiota, hasta adquirir su misma forma.
En todos los demás sucede lo mismo. De todas las personas no vemos más que una lámina frágil, adaptable, multiforme, una cáscara sutil que ahoga hacia dentro pero brilla, tornasolada, desde fuera. En ella pasan los días, algunas veces satisfechas y aburridas, otras dando largas bocanadas de aire, pataleando, dándose por vencido. En ella pasan los días hasta que un haz de luz la desgarra con violencia, como un dios enfurecido, sin que se sepa nunca desde dónde. La cáscara toma entonces los colores y el terrible dinamismo de un papel de diario encendido: se deshace en pedacitos, algunos más grandes que otros, cada cual desintegrándose, consumiéndose en el rayo, soñando ya con la quietud de lo que ha sido extinto. Sólo entonces, en lo que dura el haz de luz que lo descubre, el rostro del hombre es aparente. A veces es tan bello que los lirios, acongojados, vuelven a cerrarse. Otras veces tiene manchas grandes y negras, como pústulas de carbón, que ofenden a la luna. Las más de las veces, sin embargo, lo que se descubre es una quieta forma de la tristeza, una angustia sepultada que flota sobre el rostro como un loto, fijo e imperturbable, sin nada que lo haga vibrar.
Entonces, casi inmediatamente, como nacida del aire, otra máscara se forma, estudia la cansada geometría del rostro, y en una urgente homotopía lo cubre por completo. «Este es el señor X», decimos entonces, «esta la señora Y». Mientras, el loto, incólume y oculto, sueña con florecer y no florece nunca.