A lo lejos, se oían las palabras del agua y el arrorró de un viento frío. Algunos perros daban vueltas alrededor de nuestro encuentro, de tanto en tanto fijándose, como asustados por una visión más allá de nuestros sentidos. En esa mañana de invierno, el mismo sol era un hielo y había en mi corazón el hormigueo de un miembro entumecido.
Recuerdo lo que dijiste entonces: que todos son unos garcas, que nadie está (ni estará nunca) a la altura de la ocasión, que incluso los justos de corazón condescienden, al final, a una vida quieta y sin ardores, a una no-vida sin ansias, y se esconden en una cáscara de sombra gris, como el gusano que busca nacer pero es al cabo consumido por la fauce sanguinaria. Recuerdo el odio adolescente que no podías masticar, que debías escupir como una bilis que, al igual que tu voz, perturbaba el manso silencio de la casa familiar. Todo en aquella quinta era sublime y solitario, desde tu pie ensuciado de jardines a la barroca virgen que entreví tras la ventana, más allá de las durantas. Nada era digno de ti: eso es lo que sentías, y es lo que yo veía arder en tu mirada. Todo era una sucia mugre desde tu corazón, que era infinitamente más joven y salvaje que tu cuerpo.
Lo interesante, lo más interesante, sin embargo, no eras tú, sino tu alrededor. En esa quinta desierta todo dormía y podías verlo. Un lapacho, una piedra, los perros que, ya fatigados, desplomados bajo el sol de hielo, resoplaban enfermos estertores. Y entre todas esas cosas, yo: un elemento más del paisaje, un cuerpo mineral que algo así como el tiempo, pero no del todo el tiempo, conformó a los pies de la veranda, un lirio o un insecto duro y quieto, un tronco sin historia ni vínculos, un ente natural que (pensaste en un momento) tal vez los vientos milenarios, lamiendo una piedra sin gracia y espinosa, suavizaron hasta dar por accidente con ese extraño tótem. Un fruto más entre los frutos que yacían pudriéndose en la tierra del invierno, que no conoce la generosidad ni la clemencia, una osamenta cruda cuya antigua vida nadie pudo atestiguar y es incluso puesta en duda por tu ira supersticiosa, un pobre montón de huesos sin savia que ha olvidado ya la dulce irrigación de la carne. Algo, al fin y al cabo, algo pétreo y receptivo, como esos monumentos que nadie mira al pasar y cuya placa ha sido borrada por el tiempo.
En ese estático escenario, tú hablabas de la oscuridad de las cosas. Y yo, como una piedra, te escuchaba...