El templo de Apolo en Delfos tenía escrita la sentencia: conócete a ti mismo. Montaigne nos dice que esa sentencia inspiró sus ensayos. Hoy siento que esta antigua máxima es insatisfacible.

Cuando era niño, solía esconder semillas de girasol en un pañuelo. Luego, en algún espacio verde, abriendo el pañuelo con un golpe rápido de mano, esparcía las semillas en la tierra. Sentía algo así como: Esta es mi ofrenda, aunque no conocía esas palabras. Cuando fui un poco más grande, llené un pañuelo de semillas y lo escondí dentro de mí. Esa cosa extraña de la que hablaba al decir yo estaba, de alguna manera, cifrada en él, imprecisa pero, después de todo, inteligible. Hoy el pequeño arcón se ha corrompido, y descubro que nunca fueron semillas esas piedras de arenisca, pues nada crece en la tierra donde murió.

Hay en mis párpados algo que evoca a mi padre y a mi madre, pero toda memoria de ellos es vista como a través de un cristal castigado por la lluvia. Mi madre parece una anciana que se aleja en la neblina, una anciana que es todas las ancianas y ninguna, que desaparece paulatina y lentamente en la distancia. Mi padre es un signo que, alumbrado un solo instante por el odio rancio de la luna, rompe la noche, ido al instante siguiente como un duende nocturno y misterioso. Entre ellos dos hay algo de mí, pero no todo. Y ese algo, como todo lo demás, es inasible.