Hace pocos días, el doomsday clock fue movido a 89 segundos para la medianoche. La noticia fue recibida por todos con la misma apatía de siempre. Una politóloga cercana a mí expresó lo mismo que expresó la opinión pública cuando Bertrand Russell y Albert Einsten publicaron su famoso manifiesto: que los científicos carecen de autoridad para determinar el riesgo de una guerra nuclear (entre otros factores) porque no tienen conocimiento de cómo funciona la política. (El hecho de que el boletín de científicos atómicos tenga razón parece más relevante.) Mis amigos se encogieron de hombros o expresaron un temor breve y pasajero. En las noticias nacionales la noticia pasó totalmente inadvertida; en las internacionales fue mencionada pero sin mayor atención.
La opinión oficial, ampliamente sostenida por los diversos mecanismos de propagada, es que vivimos en el mejor de los tiempos. Esto se debería al desarrollo material impulsado por el capitalismo, gracias al cual un pobre moderno goza del tren de vida de un Calígula o un Trajano. Desde el punto de vista de las condiciones materiales de vida de los individuos, esta opinión no es controversial. Pero existen diversos sentidos bajo los cuales es absolutamente ridícula.
Es cierto que la existencia de un hombre hace veinte mil años era, en muchos sentidos, más incierta y dura que la de un hombre contemporáneo. La existencia de la especie, sin embargo, estaba garantizada. Hoy, por primera vez en la historia, la continuidad del curioso experimento humano, al menos de manera organizada y sostenible, está en peligro. La amenaza nuclear y el cambio climático son factores suficientes (aunque no únicos) para establecer que la humanidad está en el punto más vulnerable de su historia.
Además, las condiciones materiales de vida no son el único índice relevante. Una pregunta acaso igual de importante es si se ha reducido la tiranía. Desde este punto de vista, estamos por lo menos tan mal como hace dos mil años, y concebiblemente peor. Los mecanismos de control y vigilancia del Estado así como del capital privado, sea el reconocimiento facial o la masiva propaganda de los medios de comunicación, se han vuelto a la vez más sofisticados y de más largo alcance. Esto es particularmente malo en el caso del capital privado, en la medida en que es inescrutable e inmune a toda influencia significativa por parte de la población.
El grado de control y vigilancia que sufre el individuo contemporáneo escapa a todo lo que hubiera sido practicable (y concebible) sólo unos años atrás. Richard Stallman señaló, a mi juicio de manera correcta, que hace treinta años nadie hubiera concebido llevar en el bolsillo, de manera voluntaria, un dispositivo capaz de grabar y transmitir nuestras conversaciones. Hoy no sólo es raro encontrar personas que no acepten esto como un hecho natural, sino que aquellas que no lo hacen no cuentan con una alternativa práctica para llevar adelante una vida integrada con la sociedad.
El desarrollo tecnológico siempre será utilizado por las concentraciones de poder, sean estatales o privadas, para controlar a la población de manera más o menos directa. En sociedades donde no rige el bastón se debe recurrir a mecanismos más sutiles de control, como la persuasión y la propaganda. Dos consecuencias de esto es que, en dichas sociedades, las personas no terminan de concebir que están siendo sometidas, ni caen en la cuenta del extremo peligro que representarían dichos mecanismos si las circunstancias políticas cambiaran. Un ejemplo burdo es la pasiva aceptación del reconocimiento facial: es detestable pero más o menos tolerable bajo el estado de derecho, pero sería terrible en una dictadura.
La humanidad, como colectivo, jamás ha estado bajo tanto riesgo. El progreso en las condiciones materiales de vida de los individuos es real, pero no significa nada si los mismos no pueden aprovechar dichas condiciones para alcanzar la independencia y la libertad, y todavía menos si no quedan individuos en el mundo para gozar de los frutos del progreso.