Hace pocos días, el gobierno de Milei echó por tierra un monumento a Osvaldo Bayer en Santa Cruz. Bayer, un socialista libertario, documentó los eventos de la Patagonia Trágica; eventos que, irónicamente, se vuelven a recordar ahora por la profanación del monumento.

La indignación es la respuesta inmediata, pero no es necesariamente la más inteligente. La Patagonia Trágica evidencia no sólo la violencia con que se exterminó al anarquismo argentino, sino también la vida exuberante y agitada de aquel ideal tan sólo un siglo atrás. En vez de estancarnos en la bronca, podemos hacer de todo esto una oportunidad para recordar el singular valor del anarquismo, el mismo valor que Bayer admiró toda su vida.

El anarquismo, por su riqueza y su naturaleza anti-dogmática, es imposible de definir. Comprende una variada y amplia tradición intelectual que retrocede a la ilustración y al liberalismo clásico. Comprende diversos movimientos obreros y sindicales nunca idénticos entre sí, como el extinto movimiento anarquista argentino, el socialismo libertario en España, y el anarco-sindicalismo norteamericano. Comprende una filosofía de vida, una postura clara, pero no dogmática, respecto de qué constituye una vida digna y qué valores son fundamentales para la felicidad del género humano. La frase soy anarquista implica una inmensa variedad de cosas, pero no es del todo ninguna de ellas.

Si a principios del siglo veinte los anarquistas eran (correctamente) considerados un peligro, y el movimiento anarquista era temido y perseguido, los anarquistas contemporáneos son burlonamente tachados de soñadores sin causa y desestimados como sectarios e impotentes. Por lo menos, esto es así en Argentina, donde la historia del movimiento obrero anterior a 1946 fue borrada por el peronismo a fuerza de sangre, censura y propaganda.

Sin embargo, considero que el core del pensamiento anarquista es extremadamente valioso, que ser anarquista no implica ser incapaz de pragmatismo, y que todos debiéramos ser (e incluso somos) un poco más anarquistas de lo que pensamos. Sobran ejemplos de anarquistas de principios del siglo pasado cuyas vidas son la antítesis de la impotencia, y tampoco faltan ejemplos en el mundo contemporáneo. Considérese, v.g., a Chomsky, cuya actividad política fue vasta, intensa, y guiada por un espíritu pragmático y serio. En verdad, la idea de que esta o aquella forma de socialismo carecen inherentemente de pragmatismo es simple propaganda. Si el socialismo, en cualquiera de sus formas, no fuese capaz de organizarse, ¿por qué fue necesario destinar tantos recursos a evitar que lo haga?

Si bien es difícil decir qué es el anarquismo, es bueno despejar equívocos comunes y dejar en claro lo que no es. Rudolf Rocker lo expuso de este modo:

Anarchism is no patent solution for all human problems, no Utopia of a perfect social order, as it has so often been called, since on principle it rejects all absolute schemes and concepts. It does not believe in any absolute truth, or in definite final goals for human development

[El anarquismo no es una solución patente a todos los problemas humanos, ni la utopía de un orden social perfecto, como frecuentemente se lo ha llamado, pues rechaza en principio todos los esquemas y conceptos absolutos. No cree en ninguna verdad absoluta, ni en objetivos definitivos para el desarrollo humano.]

Elisée Reclus lo puso en términos similares:

We do not have to draw a picture of the future society in advance: It is up to the spontaneous action of all the free men to create it and give it its form, which will, incidentally, be constantly changing, like all the phenomena of life.

[No tenemos que esbozar de antemano una imagen de la sociedad futura: le corresponde a la acción espontánea de los hombres libres crearla y darle forma, la cual, incidentalmente, será siempre cambiante, como todos los fenómenos de la vida.]

Al rechazar en principio todo esquema absoluto, se abstiene de dar una receta universal respecto a cómo resolver los problemas políticos o cuál es la forma de organizar la sociedad. Toma lo que en verdad me parece la única postura razonable: que sólo la práctica, la experiencia, la prueba y error, y la consideración relativa de los hechos y la realidad son el límite de todo esquema que pueda darse. En efecto, considera los hechos y los eventos de la historia de manera relativa:

Anarchism recognizes only the relative significance of ideas, institutions, and social forms. It is, therefore, not a fixed, self-enclosed social system, but rather a definite trend in the historic development of mankind, which, in contrast with the intellectual guardianship of all clerical and governmental institutions, strives for the free unhindered unfolding of all the individual and social forces in life.

[El anarquismo reconoce sólo la significancia relativa de las ideas, instituciones, y formas sociales. Es, por lo tanto, no un sistema social cerrado, sino más bien una corriente definida en el desarrollo histórico de la humanidad que, en contraste con la tutela intelectual de todas las instituciones clericales y gubernamentales, lucha por el desenvolvimiento libre e inobstaculizado de las fuerzas sociales e individuales de la vida.]

En este sentido, el anarquismo es una expresión pura de dos inclinaciones intelectuales que considero fundamentales: el pragmatismo y el anti-dogmatismo. Para un anarquista, es imposible adorar a un líder, un dogma, o abrazar un determinismo puro. La pregunta fundamental es cuáles son los hechos; sólo a partir de un análisis lo más objetivo posible de ellos puede desprenderse toda praxis. En consecuencia, un anarquista consecuente siempre está dispuesto a cambiar de opinión y no entretiene certezas absolutas.

En lo que concierne a cuestiones de principio, es inevitable establecer algunos de manera axiomática. Entre ellos, que la libertad individual y colectiva son el máximo valor; que toda autoridad carga con el onus probandi de justificarse, y debe ser desmantelada si no puede hacerlo; que el uso razonable de las fuerzas productivas y tecnológicas es el mejoramiento del estado general de las cosas, y en consecuencia deben ser puestas al servicio del bien común.

El carácter anticapitalista del anarquismo se desprende de todos estos principios, pero el último merece un comentario adicional por dirigir nuestra atención a la forma concreta que toma la organización de la economía. En efecto, la absurda irracionalidad del sistema productivo es un lugar común en el socialismo, y un hecho patente ante la más mínima observación. Por ejemplo, en La conquista del pan, Kropotkin escribe:

Es imposible dimensionar en cifras cuánta riqueza es restringida indirectamente, cuánta energía es desperdiciada, que hubiera podido servir para producir, y sobre todo para preparar la maquinaria necesaria para la producción. (...) Pero por sobre todas las cosas debemos considerar todo el trabajo que se gasta en puro desperdicio, en mantener los establos, las perreras y la servidumbre doméstica de los ricos, por ejemplo; en consentir los caprichos de la sociedad y los gustos depravados de mafiosos elegantes; forzando al consumidor por un lado a comprar lo que no necesita, o imponiéndole un artículo inferior por vías del bombo publicitario, y produciendo por otro lado bienes que son perniciosos para él, pero redituables para el productor. Cuanto es desperdiciado de este modo sería suficiente para duplicar nuestra riqueza real, o llenar los molinos y las industrias con tantas máquinas que pronto rebosarían los bazares con todo lo que le hace falta a dos tercios de la población.

Esta tendencia no ha cambiado en absoluto. Un caso paradigmático en nuestro tiempo es el desarrollo de la inteligencia artificial, cuyo avance es patentemente dirigido por los intereses del poder concentrado. Los recursos se destinan o bien a productos relativamente inútiles para el bien común o directamente perniciosos, como el reconocimiento facial. Si uno acepta que el uso y la distribución racional de los recursos se corresponde con el mejoramiento, en la mayor medida posible, de la calidad de vida de la mayor cantidad posible de individuos, la descabellada irracionalidad del sistema productivo actual se vuelve desesperante.

Pero el anticapitalismo no se deduce sólamente de este principio, sino además de un valor que retrocede a la ilustración y es esencial al anarquismo: la oposición radical a toda forma de poder concentrado. Un anarquista consecuente no puede ni debe negociar con ninguna forma de tiranía. Esto es una terquedad justificada: o bien la política puede hacerse sin recurrir a la tiranía, o no debe hacerse en absoluto. Y es importante notar que este principio es general, no puede ni debe restringirse a una u otra forma de concentración de poder. En otras palabras, oponerse al Estado y doblegarse anter el capital privado es una inconsistencia; oponerse al capital privado sin cuestionar al Estado también.

Lo antedicho es trivial, pero en los tiempos que corren es importante aclararlo. En Argentina abunda una mutación aberrante y fraudulenta del "amor a la libertad". Se entiende por esto una ira patética contra el Estado, y además no contra sus aspectos opresivos —que, por el contrario, quieren robustecerse— sino contra su contingente rol de redistribuidor de la riqueza. Las jubilaciones, las universidades y los hospitales deben deben ser escuálidos e invisibles; la SIDE, la policía y el ejército, presentes y mórbidamente orondos. El Estado puede ser, y generalmente es, una fuente de opresión, pero el público general tiene al menos un mínimo grado de influencia sobre él. El capital privado, por el contrario, opera de manera arbitraria e inescrutable para el público, y pretende ser impermeable a todo tipo de influencia por parte de la población.

Considero, y esta ha sido la postura tradicional, que un anarquismo consecuente no puede ser individualista. Bertrand Russell, en su último mensaje público antes de morir, dio un argumento razonable para oponerse a toda forma de agresión y expansionismo. El argumento es simplemente que

every expansion is an experiment to discover how much more aggression the world will tolerate.

[toda expansión es un experimento para descubrir cuánta agresión más el mundo está dispuesto a tolerar.]

Debería resultarnos obvio, como lo era para Russell, que la admisión de una injusticia incentiva la proliferación de otras. Análogamente, si una sola persona no es libre, la libertad de todas es más insegura. Por esta razón, además de las cuestiones de principio, es deseable en la práctica que todos gocemos de la misma libertad. Aunque en un marco de tiempo limitado parezca que un privilegiado, gozando de libertades derivadas de la privación de otros, se beneficia, en el largo plazo las mismas condiciones que lo privilegian vuelven su libertad insegura e inestable.

En lo que respecta al uso político de la violencia, el anarquismo es variado. Las corrientes clásicas han sido revolucionarias a la vez que contrarias al uso del terrorismo. El mismo Severino Di Giovanni, que la opinión oficial consideró el anarquista más peligroso y desmedido de su tiempo, pretendió utilizar la violencia de manera dirigida y no discriminada. Entre otras cosas, liberó a José Domingo Romano, un anarquista injustamente apresado; atentó contra la vida de Juan Velar, jefe de Orden Social en Rosario y torturador desmedido, y pretendió (con trágico destino) poner una bomba en la oficina del cónsul fascista Italo Cappani y el embajador de Mussolini en Argentina. Este atentado falló y terminó matando a civiles inocentes, dejando intacto a los funcionarios fascistas. Osvaldo Bayer, ponderando cómo debiera juzgarse el error de los anarquistas, escribió:

¿Y si la bomba de Di Giovanni hubiera explotado en el escritorio del cónsul Cappani matando al carnicero de Florencia y al embajador de Mussolini, nada más? ¿Era distinta entonces la violencia? (...)

El problema era la violencia en sí. Una vez que se ha optado por ella no se sabe jamás si se pueden hacer acciones limpias y sucias. Por supuesto que hay diferencias. No es lo mismo ir a matar un verdugo a su guarida que arrojar una bomba indiscriminadamente en un mercado o en un café o en una estación de ferrocarril atestada de público. ¿Pero acaso el consulado facista era un lugar inocente?

López Arango y Abad de Santillán, los dos voceros del anarquismo argentino y redactores en La protesta, tacharon los actos de Di Giovanni como propios de la "mentalidad inclinada a la violencia extrema y bestial" que el fascismo había traído, reclamando que el verdadero anarquismo oponía al fascismo "una mentalidad ética superadora" y buscaba "resistir el contagio del fascismo con el arma invencible de una más elevada concepción de la vida". Ni el anarquismo argentino ni el internacional acompañarían la dura posición de La protesta, y la reacción del anarquismo en general fue diversa.

Su naturaleza indomable, aleatoria y trágica, su inherente hamartía (ἁμαρτία), es un argumento sólido para oponerse a la violencia. Pero existe un argumento todavía más definitivo para desestimarla: a saber, que la probabilidad de victoria es aproximadamente nula. El poder concentrado, estatal o privado, monopoliza los medios para ejercer la violencia y se reserva además el derecho. El Estado es dueño armas, soldados y policías, y el capital privado, además de tener sus activos propios, suele ser dueño del Estado. Accionar violentamente es combatir en territorio enemigo, y si era difícil en el siglo pasado, en este me parece imposible. La resistencia pacífica y organizada, y el mejoramiento del sistema por vías institucionales, aunque lento y dificultoso, tienen más probabilidades de victoria.1

En lo que toca a nuestra vida individual, el anarquismo también ofrece una perspectiva enriquecedora. La desarrollé con algo de detalle en mi entrada On individuality, y más someramente en On free love and sexual freedom. Prefiero no repetirme: allí está dicho lo poco que sé decir al respecto. Aquí, me limito a referir el precioso resumen de Bakunin,

La libertad del hombre consiste sólo en esto: que ha de obedecer leyes naturales porque él mismo las ha reconocido como tales, y no porque han sido impuestas por alguna voluntad externa, humana o divina, colectiva o individual

o el de Elisée Reclus:

By definition, the anarchist is the free man, the one who has no master. The ideas that he professes are indeed his own through reasoning. His will, springing from the understanding of things, focuses on a clearly defined aim; his acts are the direct realization of his individual intent. Alongside those who devoutly repeat the words of others or the traditional saying, who make their being bend and conform to the caprice of a powerful individual, or, what is still more grave, to the oscillations of the crowd, he alone is a man, he alone is conscious of his value in the face of all these spineless and inconsistent things that dare not live their own lives.

[Por definición, el anarquista es el hombre libre, el que no tiene maestro. Las ideas que profesa son suyas a través de su razonamiento. Su voluntad, desprendiéndose de la comprensión de las cosas, se enfoca en una meta claramente definida; sus actos son la realización directa de su intención individual. Junto a aquellos que devotamente repiten las palabras de otros o de la tradición, que conforman y doblan su ser a la conformidad del capricho de algún individuo poderoso, o, lo que es aún más grave, a las oscilaciones de la multitud, él solo es un hombre, él solo es consciente de su valor ante todas estas débiles e inconsistentes cosas que no se atreven a vivir sus propias vidas.]

En conclusión, quisiera que el anarquismo fuera para todos lo que ha sido para mí: una (tal vez la única) definición que no limita, sino enriquece; una promesa de abandonar, hasta donde sea posible, la frivolidad y el egoísmo; un arma para combatir todas las fuerzas que constantemente invitan a la inautenticidad y la apatía. Ante todo, una postura política plural y abierta que, sin impedirnos operar con flexibilidad y pragmatismo en la realidad que nos toca, tampoco renuncia a un compromiso fundamental con los valores más elementales para la dignidad humana.


  1. Las razones dadas no son de principio. En el plano de los ideales no considero que toda forma de violencia sea injustificada. Por ejemplo, el ajusticiamiento del General Falcón por Simón Radowitzky fue, a mi juicio, correcto; si uno de los múltiples intentos de asesinato contra Mussolini hubiera tenido éxito, no lo consideraría un mal. (Si estos asesinatos resolvieron o hubieran resulto una cuestión de fondo es una pregunta completamente distinta.) Pero un argumento práctico es a mi juicio superior a uno de principio, y por lo tanto debe saldarse la cuestión.