Todos, a toda hora, somos avasallados por infinitas fuerzas que nos llaman a la quietud, al conformismo y la idiotez. En cada asunto que pensamos conformamos, por apuro o descuido, opiniones sin mérito. En cada conversación, palabras vacías, palabras que no son de nuestro corazón, quieren decirse. La mano seductora de la pereza intelectual nos llama sensualmente. Esta es la verdadera lucha. Debemos practicar toda la vida una sana intransigencia, una rebeldía adolescente. Debemos alejarnos de las conversaciones vanas. Debemos escapar de la frivolidad. Cuando quiera que sintamos que perdemos nuestro tiempo, debemos recordarnos: en este paraíso existen cosas que pueden asombrarme y que yo debo descubrir. En el asombro está la vida.
La curva de la vida comienza a dibujarse duramente sobre el rostro de mis contemporáneos. En sus caras sospecho la abyecta o adorable huella que imprimeron sus anhelos, sus vergüenzas, sus pecados dulces u ominosos. En tantos veo una auto-complaciencia deshonrosa, un desinterés obsceno por el mejoramiento de uno mismo, un deliberado olvido de que existen las estrellas. No les importa saber que en el tiempo y el espacio arden universos donde otros hombres, cuyo idioma y cuyo signo es otro, dan un sentido propio a la aventura de la vida. Empiezan a beber en exceso, a darse licencias. Dejan de leer. Dejan de pensar. Algunos dejan de sentir.
En todas mis pesadillas hay un tono verde pálido que debe parecerse al de esas vidas que se mueven de una frivolidad a otra, que ocultan el fangoso fondo de la angustia donde el deseo y el amor se han enterrado. Son como los ríos cuya superficie turbulenta esconde un fondo quieto y pantanoso. (Yo, en mi juvenil encierro, parezco lento y estatuario, pero recorro mundos milenarios y siembro en mi lodoso fondo hermosas algas y serpientes.)