Una cosa muy triste de la condición humana es que, cuando tratamos de lidiar con nuestros defectos, es muy difícil no incurrir en otros peores. Por un lado está la culpa, que es degradante e inútil; por otro la autocomplacencia, o simplemente la pereza que nos da tratar de perfeccionarnos.

Sin embargo, pienso que debemos ser intransigentes con nosotros mismos, y no despreocuparnos de procurar la virtud. La palabra virtud es anticuada, y al decirla no quiero hacerme pasar por un griego. La virtud es algo verdadero, y todos conocemos no sólo personas virtuosas, sino el delicioso amor que nos inspiran. Sólo un necio no ha suspirado alguna vez pensando en la compasión, la capacidad de perdonar, o la rectitud de alguna persona que la vida puso en su camino. De esa virtud estoy hablando, y no de un ideal abstracto.

De acuerdo con algunas doctrinas, la virtud es un ideal aristocrático: la educación, la civilización y las formas son virtuosas; la ignorancia, la barbarie y la anarquía son viciosas. Esta postura ha tenido adeptos tan distintos como Platón y Sarmiento. Más feliz me parece la dichosa virtud que concibieron los epicúreos, Rousseau, Montaigne o Siddhartha. Además, mi experiencia personal desprueba la doctrina platónica. Una de las personas más virtuosas que he conocido, cuya vida pareciera transcurrir en incesante piedad, es una hermosa mujer que aprendió a leer en su edad adulta, llevó por mucho tiempo una vida campesina, y apenas recibió educación formal. Por otra parte, hay personas tan ruines y con tan exquisita educación, que sus lecturas y saberes sólo las vuelven más sutiles.

En lo que a mí respecta, no hablo desde una falsa sensación de superioridad o sabiduría. Conozco pocas personas tan llenas de rasgos infelices como yo. Por cada virtud encuentro al menos una falencia, y en mi memoria atesoro ciertas cosas que me enorgullecen y otras tantas que me avergüenzan. Una de mis memorias más felices es un día de infancia en que salvé cientos de peces en una sequía, pero en mi adolescencia, por simple brutalidad, asesiné a una hermosa lechuza. Con muchas dificultades, salvé a un cachorro de morir de frío; a otro, que vi siendo maltratado por un bruto, lo olvidé. A mis amigos les he ofrecido un hombro para llorar; en cierta ocasión, lleno de ira, también quise ofrecerles mi castigo y mi violencia. Soy, en suma, un hombre común y corriente: la impresión de la huella divina y el pecado original vibran en mí con igual potencia.

Pero sí noto, al observarme a mí mismo, que el primer obstáculo que encuentro es la culpa que me generan mis propios vicios y defectos. Me desagrado fácilmente: mi rutina no es lo suficientemente buena, no leo tanto como quisiera, y no estudio tantas matemáticas como me gustaría. Incluso cuando mis días son excelentes, y son dedicados por completo al estudio y al trabajo, me pesa la sensación—que mi historial familiar justifica—de que no viviré demasiado y, por lo tanto, de que mi tiempo no es suficiente.

Si estudiamos el asunto con algo de frialdad, es evidente que la culpa que nos generan nuestros vicios es inconducente. No contribuyen ni a expiar un error cometido ni a reparar un daño, y si examinamos el estado general de las cosas, ceteris paribus, un mundo en que una persona está sintiendo culpa es peor que uno en que no la está sintiendo. En la medida de lo posible, debemos olvidar todo lo que hagamos mal, a no ser que sea para aprender a actuar mejor.

El olvido es la única venganza y el único perdón

Esto no es fácil si una persona es sensible, porque de todos los sentimientos oscuros, la culpa es el único que se nos inculca falsamente como una virtud. He escrito al respecto aquí y no creo que deba repetirme.

Algunas personas, incluso por cosas menores, como el despertarse tarde o el beber unos tragos de más, se sumen tan hondamente en su culpa que son incapaces de continuar su vida con normalidad. Los azotan sentimientos de vergüenza y autodesprecio. Se ocupan tan ardua y esmeradamente del castigo de sí mismos, que nos les queda tiempo de nada más; y así, al final del día, a la desdicha original le agregan también la de sentir que el tiempo se les fue de las manos.

Por otro lado, algunas personas se eximen demasiado fácilmente de la responsabilidad de lidiar con sus vicios. En algunos casos incluso los trastocan en virtudes. ¿Cuántos hombres vengativos, con la vanidad herida, cobraron la culpa de sus enemigos en nombre de la justicia? ¿Cuántos antisociales y soberbios justifican su desprecio de la gente con una supuesta superioridad moral o intelectual? Leen a Antonio Machado, que nos dice de los hombres felices:

donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca

y asienten solemnemente, pero son incapaces de disfrutar con inocencia de la fraternidad humana. La culpa, que es la contracara de esta facilidad innata para la autoabsolución, al menos revela un atisbo de sensibilidad para con nuestros errores; y de todos los malos modos en que podemos lidiar con nuestros defectos, no hacerlo en absoluto es el peor.